Quizás quiso decir

Quizás quiso decir

Extrañar el lugar

Extrañar el lugar, verlo por primera vez, como el niño de la La piel del cielo de E. Poniatowska: Madre ¿Allá se acaba el mundo?

lunes, 12 de marzo de 2012

Todo comenzó aquella tarde de octubre en la que todos dejamos de ser lo que éramos.

I Vitelloni (1953), Federico Fellini. “Hoy me emociona ver escaleras. Ya a primera hora, y luego varias veces, he disfrutado contemplando desde mi ventana el trozo triangular visible de la barandilla de piedra de la escalera que, a la derecha del Puente Checo, baja hasta la explanada del muelle”. Franz Kafka, Diarios, Cuaderno tercero, octubre de 1911. Acordarse de Perec y de sus anotaciones en la plaza St. Sulpice de París: “Mi objetivo en las páginas que siguen ha sido más bien describir el resto: lo que generalmente no se anota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo gente, autos y nubes”.

martes, 10 de enero de 2012

De las derivas de Agnès Varda y Iannis Xenaquis al ¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío?


Las primeras películas de Agnès Varda reflejan el profundo impacto que en la joven directora belga provocó la renovación que del cine proponían los franceses de la Nueva Ola. Cleo de 5 a 7 (1961), es sin duda su mejor película de esta etapa: se rodó al año siguiente de Al final de la escapada (J.L. Godard) y dos más tarde que Los cuatrocientos golpes (F. Truffaut).
Los paseos por las calles de París de Corinne Marchand, mientras espera los resultados de un análisis médico, casi en tiempo real, son un extraordinario ejercicio de estilo de la directora y una muestra de su exquisita sensibilidad con las preocupaciones del ser humano. Siete años antes la realizadora de origen belga había filmado su primera película, La pointe courte, en la que las huellas del maestro Rosellini son evidentes. Black panthers (1968), Daguerréotypes (1975), Murs, murs (1980), Jane B. Par Agnès V. (1987), Cinévardaphoto (2004), por no hablar de Les glaneurs et la glaneuse (2000) son pequeñas obras maestras del género, a la par que valiosísimos testimonios históricos y del paso del tiempo. En estos documentales, despliega Agnés Varda toda su inteligencia creativa, fijándose en esas pequeñas cosas que hacen enorme al conjunto. En Daguerréotypes retrata a las personas, edificios y ambientes de la manzana en la que vivía Daguerre, en Murs, murs, los modelos de un mural de Nueva York se acercan a la cámara hasta que el volumen de lo representado sustituye a la representación, en Los espigadores... la cineasta retrata sus propias manos, se presenta a sí misma y agradece el invento a su pequeña cámara digital. Puro talento artístico y metarreflexivo, sólo emulado en su sencillez y lirismo por Abbas Kiarostami en el cine comparado.
Los espigadores y la espigadora (2000), es un resumen de su forma de entender el cine como “arte de espigar planos” y de hacer con ellos una suerte de bricolage que les otorga un nuevo sentido. La combinación de la textura documental con un desarrollo narrativo puede ser el rasgo más característico de su extensa obra, lo mismo que la irrupción de la subjetividad del autor (por medio de la voz en off, de la presencia física, del metalenguaje) en el universo objetivo que se retrata.
Espigar era una costumbre muy extendida durante el siglo XIX. Los hacendados permitían a las mujeres de condición humilde recoger los frutos que no eran recolectados en la cosecha. Cuando todos creían que esta costumbre se había perdido, Agnes Varda la redescubrió. Y de paso, dotó de nuevos significados al calificativo espigador, que también se aplicó a sí misma. Su interés por la pintura le permitió reparar en un hábito que se creía perdido.
En el parisino Museo d´Orsay hay miles de obras. De entre todos los objetos que el paso del tiempo ha convertido en arte, destaca la inigualable colección de lienzos de los siglos XIX y XX. De hecho, los millones de visitantes que recibe el museo al año se matan por ponerse delante de La habitación de Van Gogh, de Baile en el Moulin de la Galette de Renoir o de Almuerzo sobre la hierba de Manet. Del resto de cuadros, como Las espigadoras, de Jean Millet,
pasan bastante. Varda hace lo contrario. Al principio de Los espigadores y la espigadora se ilustra la inmutabilidad de los visitantes ante la obra maestra del realismo francés. Con esta escena la directora da a entender que si «la gente ha comenzado a despreciar este cuadro, es posible que también haya comenzado a despreciar a los espigadores. Es más, es probable que estos ya ni siquiera existan». Y para corroborarlo, se puso a rastrear en la Francia de los albores del siglo XXI la existencia de espigadores modernos. Y, sorpresa, encontró unos cuantos. Varda también había decidido otra cosa antes de grabar esta cinta: abandonar el cine narrativo. De este modo, la directora culminaba la evolución que inició en los convulsos años 60, y que la llevó a mezclar realidad y ficción de manera poco convencional, por ejemplo en Jane B por Agnes V, una película sobre la rutina diaria de Jane Birkin. Como se saltó siempre a la torera las reglas de los géneros, el documental al uso le quedaba pequeño (como ya demostró en Jacquot de Nantes, Daguerreotypes, raras gemas donde las haya). Por eso, decidió mezclar la historia de los espigadores con la suya propia, la de una mujer que se enfrenta a una vejez que ha dejado de ser inminente.
¿Cómo integrar temas tan dispares?
Por suerte, el relato audiovisual le ha permitido integrar los más diversos mundos, como una tabla química cuyos elementos se pudieran combinar a voluntad, sin riesgo de que el experimento falle. De ahí que no resulte extraño que en Los espigadores y la espigadora aparezca un pionero del cinematógrafo metido a viticultor (o viceversa)...
Varda aprovecha la libertad que da la cámara para hacer malabarismos con su propia historia y la de los demás, sin que ninguna se le caiga al suelo. En este documental, todo empieza cuando ella observa cómo un numeroso grupo de personas acude a espigar las patatas sobrantes de un campo ya cultivado. Esta práctica figura aún en el código penal francés como un vestigio de siglos pretéritos, si bien no se aplica porque los tiempos de bonanza económica han hecho que se vaya perdiendo. O eso creía ella: que se había perdido...
EL HAMBRE ES ALGO TAN SIMPLE
La directora viaja hasta un terreno donde se amontonan kilos de patatas que nunca llegarán a venderse y que parecen condenadas a pudrirse. Aquí entran en acción los espigadores, quienes se avisan unos a otros para intentar salvar lo que la tierra define como alimento y que, sin embargo, algunos comerciantes consideran basura.
A diferencia de los supermercados, los espigadores no entienden de forma o tamaño, y se llevan las patatas a casa para comérselas como si estuvieran recién compradas. Y no sólo eso, sino que avisan a todos los que puedan necesitarlas. Lo importante es que en el campo no quede ninguna.
Como una espigadora más, Varda rebusca entre las patatas y descubre una en forma de corazón, demasiado grande y amorfa para ser considerada un alimento... Y queda planteada una de las cuestiones esenciales de la cinta: ¿es un desperdicio?, ¿no es bella?
El documental descubre que hay mucha gente que se dedica a recoger los frutos que quienes los cultivan han desechado. Por todo el país se cosecha y un rastro de desperdicios es abandonado. Los supermercados no aceptan aquellas patatas que no tengan la forma y el peso que ellos determinan como correctos. Para ellos, son basura. El hambre, que a veces creemos erradicada del primer mundo, puede empujar a comer basura. Aunque, ¿una fruta que no coincide con los cánones de belleza de un centro comercial es algo a lo que se puede llamar «basura»?
La directora se pregunta —y nos pregunta— si es lícito que hombres y mujeres pasen hambre mientras hay comida pudriéndose en los campos, al tiempo que descubre la belleza oculta en una patata en forma de corazón y en el gesto desprendido de las personas que avisan a los hambrientos de que pueden recoger aquello que sobra sin pasar por caja.
LA BONDAD DE LOS DESCONOCIDOS
Además de por zonas agrícolas, Varda viaja con su cámara digital por zonas urbanas, donde se topa con espigadores de todo tipo. Los hay que recogen alimentos que acaban de caducar, condenados a convertirse en basura hasta que los hambrientos —o algún coleccionista de objetos inútiles pero hermosos a su modo— decidan lo contrario.
Durante el rodaje, la directora se ha convertido en una espigadora más, y tras la patata adopta un reloj sin manillas, un objeto que le habla de su avanzada edad y, a la vez, le asegura que su tiempo no se ha agotado, que su cine todavía es una herramienta poderosa que puede cambiar la realidad simplemente mostrándola, iluminando los rincones oscuros que otros no pueden (o no quieren) alcanzar. La realizadora se ha introducido en el cine documental para revelar a los espectadores la existencia de los espigadores y, en el camino, ha logrado conocer aspectos de la vida que, a pesar de sus muchos años, le habían pasado desapercibidos. Varda se siente emocionada por todas las nuevas maravillas que contempla y, al final, las resume en dos destellos que la han impresionado por encima de la media.
La primera, un biólogo vegetariano que acude a espigar frutas y verduras cuando un mercado callejero de París se bate en retirada y que ocupa su tiempo libre dando clases de francés a inmigrantes sin concebir siquiera una compensación económica.
Que destaque a este personaje sobre los demás no es gratuito. Este hombre ofrece una forma de comunicarse, una nueva voz, a aquellos que se aventuran en un país extranjero, del mismo modo que ella, durante toda la película, dota de significado a imágenes que cualquier otro hubiese descartado.
La segunda: Varda acude a un museo de provincias para contemplar un lienzo que conoce por la ilustración incluida en un viejo libro en blanco y negro, Las espigadoras huyendo de la tormenta, de Pierre Edmond Hedouin, que permanece plegado y oculto en su sótano. Esta es la última imagen a la que se dota de significado. Varda estaba preocupada porque Las espigadoras de Millet no recibiese el mismo interés que otros cuadros del Museo d´Orsay y se propuso demostrar que esta imagen era bella y necesaria. Pero, buscando esa belleza que es evidente, aunque muchas veces la ignoremos, se topó con otra clase de belleza, más esquiva.
La que posee la pintura de Hedouin y de la que nadie se había percatado antes.
Belleza, al fin y al cabo.


Iannis Xenakis (1922-2001)

Xenakis, exiliado
 en París, ingresó en el estudio del famoso arquitecto Le Corbusier como ingeniero calculista. Al tiempo estudió composición bajo la dirección de Olivier Messiaen. En 1963 publicó Formalized Music: Thought and Mathematics in Composition, considerada una de las contribuciones más importantes a la teoría de la música del siglo XX y donde diseccionaba sus técnicas compositivas,  entre las que introdujo el ordenador como instrumento para la composición algorítmica. Así, la dividió en tres grupos: música estocástica (sometida a la teoría de probabilidades), música estratégica (teoría matemática de juegos) y música simbólica. En clara contraposición a la tendencia preponderante en la vanguardia musical de la época, el serialismo de Boulez,  Xenakis adaptó algunos métodos matemáticos entre sus herramientas a la hora de generar su obra: teoría de probabilidades (Diamorphoses), distribución Gaussiana (ST/10 y Atrées), cadenas de Markov (Analogiques), teoría de Juegos (Duel y Stratègie), etc. Quiso recuperar la sobriedad de la Grecia Antigua, su pensamiento riguroso, y desarrollarla con instrumentos contemporáneos. En ese sentido, Xenakis es un neoclásico, y su obra se enraíza poderosamente en una tradición remota.  Por lo tanto, por un lado, control, dominio, sobriedad, recuperación de la extrañeza de un mundo perdido. Por otro  su tortuosa biografía. Xenakis participó en la resistencia comunista contra el invasor inglés siendo muy joven; una granada le estalló en la cara y no lograron reconstruírsela bien: por eso, en las fotos, casi siempre aparece de perfil o con un foco que ilumina sólo el rostro "visible". Esa cara "oculta" de Xenakis es de una extremada sensibilidad pero también sufrimiento y miedo. De su biografía quizás, hay en su obra una búsqueda de lo clásico reconstruido, apoyado en el del rigor matemático, en contraste con lo dinámico del caos, entre la complejidad de las microestructuras -que, como un rizoma, se ramifican hasta el infinito- y la simplicidad lapidaria de la forma genérica y el mensaje expresivo. 
Todo lo anterior parece encajar en las ideas de Adorno cuando dice, en paráfrasis, que la esencia del arte contemporáneo es la disonancia.



Abundando en un intento de comprender un poco mejor la obra de Xenaquis os dejo ésta  aproximación a la Música Estocástica, por Miguel Ángel Cladera Aguiló, en Revista Filomúsica:



"La música estocástica surgió como una reacción al serialismo integral o al ultrarracionalismo que tenía como abanderados a compositores como Pierre Boulez, Messiaen o Luigi dalla Piccola. La música estocástica intenta escapar de cualquier determinismo, esta gobernada por las leyes de la probabilidad. Xenakis encuentra tres puntos de inflexión para componer música estocástica: Primero: el intentar reproducir sonidos y estructuras propias de la naturaleza, es decir, del mundo que nos envuelve; Así la música es concebida como el medio más idóneo de entre todas las artes y las ciencias para reflejar la realidad universal, en palabras del compositor  “ la música es el arte que, antes que las demás artes, ha creado un puente entre el ente abstracto y su materialización sensible”.  Segundo: El hombre siempre ha intentado determinar la naturaleza del mundo mediante reglas universales que rigiesen todos los acontecimientos; el uso de estas reglas se hace necesario a la hora de componer música. Xenakis acudió a las leyes de Poisson y Gauss, (la teoría cinética de gases), que postula que toda alteración, movimiento o alternancia en el espacio y tiempo se puede medir y acaso prever según la posibilidad de cálculo de probabilidades. No hay más que aplicar estas reglas sobre los timbres y estructuras tonales para que sea el principio de incertidumbre el que guíe toda composición musical. El resultado es una música libre, liberada de la determinación serial. Tercero: sólo la subjetividad y la intencionalidad del autor pueden medir el valor de una obra. Dos aspectos influyeron decisivamente al desarrollo de la música estocástica y en particular a la proyección creativa de Xenakis; su “visión arquitectónica” y el desarrollo de la tecnología computacional. Nuestro compositor aparte de músico fue filósofo, humanista y desarrolló una importante labor como arquitecto junto a Le Corbusier. Arquitectura y música se unieron en pro de la composición estocástica. Si “a priori” poseemos la línea recta como categoría espacial más básica de la inteligencia humana, análogamente en música el “Glissandi” constituye la recta más sensible de la variación constante y continua de las alturas. El uso del Glissandi, recurrente en la obra de xenakis, le permitió crear estructuras sonoras que frecuentemente transportó de otros planos concretos de la realidad y viceversa. De igual importancia aparecían los “pizzicato”, que adquirían analogía en el mundo sensible con las moléculas de gas. El pizzicato, siempre en gran volumen eran regidos y administrados con las leyes de Poisson. La masa sónica evolucionaba y fluctuaba según su proporción y sólo en conjunto, pues sólo a este afectan las leyes estadísticas, creaban un efecto cualitativo en la recepción del oyente; Podemos concluir que muchas de las obras de Xenakis se podrían definir como “estructuras sonoras formales” o “stochastic nebulae”, producto de una mimesis con la realidad sensible en virtud al primer principio antes mencionado, y que nacen de la visión o subjetividad del autor hacia ese misma realidad sensible. Como ejemplo podemos citar a dos composiciones tempranas: “Metástasis” y “Pithoprakta”, realizadas entre 1953 y 1956. El segundo aspecto de importancia capital para el desarrollo de la música estocástica fue el auge que sufrió la técnica de la computación. El uso de sofisticadas computadoras, permitía al compositor el poder preocuparse de aspectos más formales y estéticos de sus composiciones, ya que todos los complicados y fatigosos cálculos algebraicos y probabilísticos que determinaban el desarrollo de la composición, eran relegados y resueltos por el ordenador. En una conferencia emitida por Radio Varsovia en 1962, Xenakis compara al compositor con un piloto al cuadro de mandos de una nave espacial, desde donde puede cambiar coordenadas y rumbos o tonalidades y tiempos. La primera composición realizada por ordenador y calculada para un conjunto de  10 instrumentistas, fue “ST/ 10-1”;  Xenakis utilizó el IBM 7090, que le fue cedido durante 1h por el centro de investigación científica IBM-France, aunque el trabajo de producción duró meses.


La música de cámara compuesta por Xenakis, ocupa un lugar destacado en toda su obra, tanto en el número de su producción como en la calidad alcanzada. Nuestro compositor se caracteriza por crear composiciones para conjuntos nada convencionales como clarinete y violonchelo (carisma), o piano y cinco metales (Eonta); pero su preocupación se extendía desde composiciones para instrumentos solos, donde explotar el rendimiento del instrumento y del interprete, hasta crear “plantillas” y ciclos compositivos para la electroacústica: como el ciclo de “St”. Adentrarse en la música de este genial compositor no es cosa fácil, pero solo hace falta tener el oído bien atento y la mente despierta para poder disfrutar de uno de los mayores legados artísticos del S. XX."







Para oír algunas variaciones de esta pieza y otras obras en mi lista de reproducción de youtube
Música Experimental

En esta dirección hay buena información sobre estas piezas
http://nexialist.com/XENAKIS/NEX_XENAKIS.htm

Para una introducción sencilla a las relaciones entre las matemáticas y la música:
Música y Matemáticas. De Schoenberg a Xenakis

Termino esta entrada con un artículo publicado en El País el 18 de diciembre por Mario Vargas Llosa, en el que comenta la reciente publicación de Carlos Granés: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales.


MARIO VARGAS LLOSA
El País, 18/12/2011

El libro de Carlos Granés rastrea una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna: la dictadura de la teoría que en nuestro tiempo pasó de justificar a reemplazar a la obra de arte.

No creo que nadie haya trazado un fresco tan completo, animado y lúcido sobre todas las vanguardias artísticas del siglo XX como lo ha hecho Carlos Granés en el libro que acaba de aparecer: El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Taurus). Lo he leído con la felicidad y la excitación con que leo las mejores novelas.

Granés no puede evitar que su ensayo sea la constatación de un enorme desperdicio. ¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío? En cuanto a obras concretas, casi nada.
La ambición que alienta su ensayo es desmedida, pues equivale a la de querer encerrar un océano en una pecera, o a todas las fieras del África en un corral. Y no sólo ha conseguido este milagro; además, se las ha arreglado para poner un poco de orden en ese caos de hechos, obras y personas y, luego de un agudo análisis de las ideas, desplantes, manifiestos, provocaciones y obras más representativas de ese protoplasmático quehacer que va del futurismo a la posmodernidad, pasando por el dadaísmo, el surrealismo, el letrismo, el situacionismo, y demás ismos, grupos, grupúsculos y sectas que en Europa y Estados Unidos representaron la vanguardia, sacar conclusiones significativas sobre la evolución de la cultura y el arte de Occidente en este vasto periodo histórico.
El mérito mayor de su estudio no es cuantitativo sino de cualidad. Pese a su riquísima información, no es erudito ni académico y no está estorbado de notas pretenciosas. Su sólida argumentación se alivia con un estilo claro y vivaces biografías y anécdotas sobre los personajes centrales y las comparsas que, pintando, esculpiendo, escribiendo, componiendo, o, simplemente imprecando, se propusieron hacer tabla rasa del pasado, abolir la tradición, y fundar desde cero un nuevo mundo radicalmente distinto de aquél que encontraron al nacer. Eran muy distintos entre sí pero todos decían odiar a la burguesía, a la academia, a la política y a los usos reinantes. Todos hablaban de revolución aunque la palabra tuviera significados distintos según las bocas que la pronunciaran. Querían liberar el amor, cambiar la vida, dar derecho de ciudad a los deseos, traer la justicia a la tierra, eternizar la niñez, el goce y los sueños, y eran tan puros que creían que los instrumentos adecuados para conseguirlo eran la poesía, los pinceles, el teatro, la diatriba, el panfleto y la farsa.
Había entre ellos verdaderos pensadores, poetas y artistas de gran valía, como un André Breton o un George Grosz, y abundaban los agitadores y bufones, pero todos, hasta los más insignificantes entre ellos, dejaron alguna huella en un proceso en el que, como muestra admirablemente el libro de Carlos Granés, la literatura, las artes y la cultura en general fueron cambiando de naturaleza, reemplazando el fondo por las puras formas, y trivializándose cada vez más, en tanto que, en el curso de los años, pese a sus insolencias y audacias, el establecimiento iba domesticando a unos y a otros y reabsorbiendo toda esa agitación contestataria hasta corromper literalmente -mediante la opulencia y la fama- a los antiguos anarquistas y revolucionarios. Algunos se suicidaron, otros desaparecieron sin pena ni gloria, pero los más astutos se hicieron ricos y célebres, y alguno de ellos terminó invitado a tomar el té a la Casa Blanca o ennoblecido por la Reina Isabel. Andy Warhol recibió un balazo en el estómago por el delito de ser hombre (según explicó su victimaria, Valerie Solanas), pero, en vez de 15 minutos, su gloria duró decenios y todavía no se extingue.
Pese a lo amenas y pintorescas que suelen ser las páginas de El puño invisible cuando relatan las matonerías de Marinetti, las extravagancias de Tzara, las audacias de Duchamp, el cerebralismo de John Cage y sus conciertos silenciosos, las locuras de Isidore Isou, el frenético exhibicionismo de un Allen Ginsberg, o el salto del taller de pintura al terrorismo de algunos vanguardistas italianos, alemanes y norteamericanos, el libro de Granés es profundamente trágico. Porque, con todo el respeto y la simpatía con que él investiga y se esfuerza por mostrar lo mejor que hay en aquellas vanguardias, no puede evitar que su ensayo sea la constatación de un enorme desperdicio, de un absoluto fracaso. Un verdadero parto de los montes del que sólo salieron ratoncillos.
¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío? En cuanto a obras concretas, casi nada. Lo menos perecedero que en pintura, poesía, música e ideas se produjo en Occidente en esos años no formó parte o, si lo hizo, se apartó pronto de la "vanguardia" y tomó otro rumbo: el de Mahler, Joyce, Kafka, Picasso o Proust. Aquélla acabó por convertirse en un ruidoso simulacro que, a menudo, galeristas, publicistas y especuladores del establecimiento trastocaron en pingüe negocio. O, todavía peor, en una payasada ridícula. Una vez más quedó claro que el arte y la literatura progresan con realizaciones concretas -obras maestras- más que con manifiestos y bravatas, y que la disciplina, el trabajo, la reelaboración inteligente de la tradición, son más fértiles que el fuego de artificio o el espectáculo-provocación.
Una de las últimas escenas que describe El puño invisible es una exposición muy peculiar de Yves Klein, quien, por ese entonces, propugnaba la teoría de la "desmaterialización del objeto". Fiel a su tesis, el artista presentaba una galería vacía, sin cuadros ni muebles. El visitante recibía al ingresar un cóctel azul "que lo mantenía orinando del mismo color durante varios días". ¿Y la obra exhibida? "No existía: o sí, la llevaba el visitante en la vejiga", explica Granés. Por esos mismos días, Piero Manzoni convertía en arte todos los cuerpos humanos que se cruzaban en su camino, con el dispositivo mágico de estamparles su firma en el brazo. Otros, comían excrementos, adornaban calaveras con brillantes, o, como el celebrado Michael Creed, ganador del Turner Prize, prendían y apagaban la luz de una sala, proeza que la Tate Britain celebró explicando que, a través de este paso de la oscuridad a la claridad, el artista "exponía las reglas y convenciones que suelen pasar desapercibidas". (Y es seguro que se lo creía).
Después de muchas páginas dedicadas a rastrear una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna, es decir, la dictadura de la teoría que en nuestro tiempo pasó de justificar a reemplazar a la obra de arte, Carlos Granés afirma, con toda razón: "No se puede premiar sistemáticamente la estupidez y esperar que esto no traiga consecuencias sociales y culturales". Esta frase resume de manera prístina la absorbente historia que cuenta su libro: cómo una voluntad de ruptura y negación que movilizó a tantos espíritus generosos desde los comienzos del siglo XX y que conmovió hasta las raíces las actividades artísticas y literarias del mundo occidental, fue insensiblemente deshaciéndose de todo lo que había en ella de creativo y tornándose puro gesto y embeleco, es decir, un espectáculo que divertía a aquellos que pretendía agredir, arrastrando por lo demás, en esta caída en el infierno de la nadería, a los cánones, patrones y tablas de valores que habían regulado antes la vida cultural. Acabaron con ellos pero nada los reemplazó y desde entonces vivimos, en este orden de cosas, en la más absoluta confusión.

Por eso, sólo al terminar este magnífico libro descubren los lectores la razón de ser de su bello título: aunque en cien años de vanguardia no construyera muchas cosas inmarcesibles en el dominio del espíritu, el poder destructivo de ese "puño invisible" sí fue cataclísmico. Ahí están, como prueba, los escombros que nos rodean.
http://www.elpais.com/articulo/opinion/puno/invisible/elpepiopi/20111218elpepiopi_12/Tes


Entrevista a Carlos Granés:
Domingo 08 de enero del 2012
Arte y cultura
Carlos Granés: ‘El mercado ha absorbido la rebeldía’
Patricia Villarruel | MADRID
Letras y Notas: Ensayista colombiano

¿Cuál es el origen de este ensayo?

Me interesaba entender el impulso revolucionario. De tanto leer a Mario Vargas Llosa estaba fascinado con los personajes rebeldes, aquellos que intentan transgredir la realidad. Quería entender qué condicionamientos sociales y rasgos de personalidad estaban de por medio. Esto es posible analizarlo desde la política, la religión o el arte. Por mi trayectoria lo más lógico era empezar por este último aspecto.

¿Y en esa búsqueda qué encontró?

Empecé por el futurismo en Italia que fue el primer movimiento vanguardista que buscaba crear un hombre nuevo, pero me llevé una gran sorpresa al analizar el dadaísmo. Comprobé que la actitud de sus espectáculos: irónica, infantil, sarcástica, llena de irreverencia, caos, azar y sinsentido no era una anécdota derrotada por el peso de la historia que se mantuvo solo hasta principios del siglo XX, sino que había sobrevivido. Deseché la pregunta del impulso revolucionario y me propuse ver qué pasó con la influencia del dadaísmo.



¿Eso quiere decir que el dadaísmo pervive hasta nuestros días?
Los elementos que hoy, por ejemplo, garantizan el éxito de un programa en la televisión son la irreverencia, el sarcasmo, la rebeldía, la desacralización y la vida privada. Todo esto viene de los primeros desplantes dadaístas.

¿Por qué tituló el libro El puño invisible?
Las ideas vanguardistas en las sociedades occidentales de Europa y EE.UU. habían tenido un impacto contundente, pero lento y sutil, hasta parecía invisible. Jugué con un golpe potente que ha transformado a la sociedad sin darnos casi cuenta. La historia de las vanguardias artísticas llega hasta la II Guerra Mundial. Busqué las chispas que quedaron vivas después del conflicto y que siguieron teniendo influencia en la sociedad.

¿A quiénes destacaría como principales protagonistas?
Dos son fundamentales, Tristán Tzara y Marcel Duchamp. Le imprimieron dos actitudes distintas al arte contemporáneo que se reprodujeron y siguieron vivas. La del primero era molestar, escandalizar con su presencia, disparates y extravagancias al otro y generar dinámicas sociales a partir de eso. El segundo introdujo la irreverencia, la ironía, la risa, no era un provocador directo pero le ponía bigotes a la Mona Lisa. Esas dos actitudes siguen vigentes.

¿Mayo del 68 supone un punto de inflexión?
Ese fue el gran triunfo vanguardista que puso patas arriba a la sociedad, que cambió la mentalidad de la gente porque amplió el abanico de libertades. De ahí en adelante empezaron los experimentos vitales, la vida en comunas, la vida de los homosexuales a la luz del día, las reivindicaciones en contra de la segregación racista, el hedonismo, el consumo de droga, el derecho al placer. Todas esas actitudes que en los sesenta cobraron mucho vigor, en realidad las promovían el futurismo y dadaísmo a principios de siglo. Fueron los primeros que dijeron lo importante es la vida, mi obra de arte no va a ser un cuadro tonto, va a ser mi vida y va a estar marcada por la búsqueda del placer, de experiencias extravagantes...



¿Qué elementos han pervivido en el tiempo de esta ola revolucionaria?
El resultado es paradójico. El futurismo quería acabar con las academias y los museos porque eran la encarnación del pasado. El dadaísmo igual. Hoy en día, lo que son es herederos de estos vanguardistas, que hacen arte inspirado en el futurismo, dadaísmo y surrealismo pero que defienden el museo, dependen del mercado del arte y las academias. Querían acabar con el capitalismo porque era rígido, conservador, no soportaba el cambio y respondía a los paradigmas más retrógrados de la burguesía. Después del 68 se dieron cuenta de que el capitalismo comulgaba con toda la rebeldía juvenil, se sentía a las mil maravillas con el hedonismo y la búsqueda de nuevas estéticas.



¿Desde su punto de vista es positivo o negativo que la transgresión e irreverencia hayan sido asimilados por la industria cultural?
Lo que creo es que se han prestado al oportunismo porque hoy en día el arte contemporáneo es un objeto de lujo. Y, también, se han prestado al absurdo y al ridículo porque finalmente en un mercado tan competitivo y global, llama la atención el que hace la cosa más ridícula. Por ejemplo, el caso del costarricense Guillermo Vargas que se hizo famoso por amarrar a un perro callejero y no darle comida en una galería de arte de Nicaragua. Es un acto estúpido y tiene un efecto perverso.



¿Qué cambio trajo el hecho de que Andy Warhol consiguiera que la revolución vanguardista sea una atracción masiva?
Hasta el 64, la vanguardia era algo muy marginal. Warhol sacó eso de las catacumbas de la sociedad y lo llevó a los medios de comunicación. Mostró a la sociedad lo divertido que era la extravagancia, el hedonismo, ser rebelde, tener un estilo de vida revolucionario o no tener prejuicios con las drogas o la sexualidad. La sociedad le dio la razón.



André Breton y John Cage (surrealistas) hablaban del arte como transformador de conciencias. ¿Eso se mantiene?

No. Breton era una persona comprometida con un proyecto trascendental de transformación vital en la sociedad y por eso diseñó ejercicios para liberar la conciencia. La historia demostró que lo suyo fue una pretensión bastante ingenua hasta cierto punto y por eso el surrealismo se agotó, como proyecto vanguardista no tuvo mucho recorrido.



Pero no se puede negar la influencia de la escuela de arte Black Mountain Collage en Carolina del Norte...

Fue una escuela experimental en EE.UU. por donde pasó John Cage y donde dejó sembrada su influencia. Ahí se empezó a gestar un modo de vida contracultural, el estilo de la Generación Beat (grupo de autores estadounidenses de los cincuenta que rechazaban los valores americanos). Fueron los primeros jóvenes que viviendo en ese entorno paradisiaco y dedicados a la creatividad empezaron a despreciar la formalidad de la sociedad que les obligaba a trabajar y les imponía rutinas. Sintieron desafección por ese sistema e intentaron forjar un estilo de vida alternativo. 



Personajes como el novelista Jack Kerouac (Generación Beat) no hubieran sido lo que fueron sin esos encuentros que mantenían con delincuentes...
Les mostraron una vida alternativa. En ese momento, los referentes que les quedaban eran los delincuentes, los tercermundistas... Se vincularon a estos modos de vida para intentar hallar alternativas a lo que les ofrecía la sociedad norteamericana.



¿Y el hippismo?
Es que es una cadena. La idea de cambiar la conciencia y el estilo de vida viene de Tzara y Breton, pero los que la llevaron a la práctica fueron los hippies y lo hicieron de la mano de los teatreros de EE.UU. En sus obras no hacían representaciones sino que mostraban su estilo de vida que incluía sexo colectivo e invitaban al público a que se una a la orgía porque eso era liberador. La obra Paradise now (1968) es uno de los pilares del hippismo y enseña a una generación a emprender la revolución fumando marihuana y haciendo el amor como locos.



¿Qué ha pasado con las vanguardias en este continente?

Tuvieron una evolución cercana pero la gran diferencia es que aunque el surrealismo odiaba la novela como género porque lo consideraba aborrecible, en Latinoamérica produjo el movimiento literario más importante, el Boom.

¿Atravesamos un periodo de calma cultural?
Sí, porque el mercado ha absorbido la rebeldía sin ningún problema. Todas las manifestaciones que esperan ser contundentes o agresivas no hacen ni cosquillas. 



Usted habla de los ‘indignados’ de España como un movimiento paradójico, ¿por qué?

Me llamó la atención que aunque su referente inmediato es el movimiento de Mayo del 68, reivindican lo contrario a lo que fue un grito libertario en contra de una sociedad excesivamente segura; odiaban el estado burocrático, la idea de tener pensiones, la presencia constante del Estado, querían una vida apasionada y llena de riesgos y aventuras existenciales. Los indignados del 15M quieren un trabajo asegurado, poder tener una familia e hijos, comprarse una vivienda, que el Estado sea lo burocrático que tenga que ser pero que les dé educación, salud, subsidio de desempleo y pensiones. Es una revolución antiutópica, buscan volver al pasado. Reclaman el derecho a ser burgués.